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¿Fascismo, populismo o ultraderecha?: y el renovado formato de la vieja derecha Latinoamericana

 

Fascism, populism or Extreme Right?: and the renewed form of the old

Latin American Right

 

Claúdio KATZ*

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Descrição gerada automaticamente https://orcid.org/0000-0002-0146-0944

 

Resumen: La nueva derecha canaliza el descontento con la globalización neoliberal encubriendo su complicidad con los atropellos patronales. Disfraza su conservadurismo con mensajes de rebeldía y culpa a las minorías desprotegidas por las desgracias que genera el capitalismo. Las vertientes europeas no logran conciliar su discurso soberano con el sostenimiento del euro y la subordinación a la OTAN. El liderazgo trumpista de la oleada reaccionaria es coherente con el comando estadounidense del sistema imperial, pero arrastra varios fracasos. En América Latina confrontan con las sublevaciones populares y el ciclo progresista. Repiten todas las imposturas de la demagogia punitiva y abjuran de sus antecesores desarrollistas, para defender el neoliberalismo y la sumisión a los dictados de Washington. Su gravitación confirma que la derecha no se apaciguó, ni modernizó. Este artículo tiene como objetivo discutir la naturaleza de la actual derecha en Latinoamérica. Retoma la discusión sobre fascismo y populismo, y, al trabajar con la hipótesis de la ultraderecha, analiza sus principales características.

Palabras clave: Fascismo. Populismo. Ultraderecha. Latinoamérica.

 

Abstract: The New Right channels discontent with neoliberal globalisation, whilst hiding its complicity with the company bosses’ outrages. It disguises its conservatism with messages of rebellion, and blames unprotected minorities for the misfortunes generated by capitalism. The European margins have been unable to reconcile their sovereignty with support for the Euro and their subordination to NATO. The Trumpist leadership of the reactionary wave is consistent with the US command of the imperial system, but it has several flaws. Latin America countries are facing popular uprisings and a Progressive wave. They are repeating all the impositions of punitive demagoguery and abnegating their developmentalist predecessors to defend neoliberalism and their submission to the dictates of Washington. Its attraction confirms that the Right has not moderated or modernised. This article discusses the nature of the current Right in Latin America. It picks-up the discussion on fascism and populism and analyses the main characteristics of the ultra-right hypothesis.

Keywords: Fascism. Populism. Extreme right. Latin America.

 

Submetido em: 11/3/2023. Aceito em: 22/3/2023.

 

Introdução

 

L

a nueva derecha es muy diferente al fascismo clásico, que irrumpió en la primera mitad del siglo pasado frente a la amenaza de la revolución socialista, en un escenario de guerras interimperialistas. Ese peligro de una insurrección obrera contra la tiranía del capitalismo unificó a las clases dominantes, que defendieron brutalmente sus privilegios contra los trabajadores. El fascismo fue un instrumento inusual, en el marco de grandes acciones políticas de los asalariados e inéditas conflagraciones bélicas entre las principales potencias (Riley, 2018). Por esa razón incluyó modalidades ideológicas extremas de absolutización de la nación y repudio del progreso, la modernidad o la ilustración.

 

Ninguno de esos condicionamientos está presente en la actualidad. En la segunda década del siglo XXI no se vislumbran amenazas bolcheviques, ni consiguientes exigencias de inmediata contrarrevolución. Han reaparecido las tensiones bélicas, pero sin guerras generalizadas entre bloques competitivos. Las motivaciones que dieron lugar al fascismo clásico no se observan en la coyuntura actual. Es importante caracterizar lo que es la derecha hoy. Eso es tratado en la primera parte de este artículo.

 

El ascenso de las nuevas derechas ya no genera sorpresas en el mundo. Confirma una tendencia de las últimas décadas, que incluye su captura de varios gobiernos y su presencia como actor corriente del sistema político. La oleada de proyectos reaccionarios canaliza parte del descontento generado por la globalización neoliberal. Recepta con mensajes contestatarios, el hastío suscitado por un modelo que multiplicó la desigualdad, el desempleo y la precarización laboral.

 

La ultraderecha acusa a ‘los políticos’ de los males que afectan a la sociedad, pero se excluye a sí misma de esa responsabilidad. Despotrica contra presidentes, legisladores o simples empleados públicos, encubriendo al poder económico, judicial y militar que genera los sufrimientos populares.

 

Sus líderes despliegan un discurso demagógico que disimula su complicidad con esa regresión. Jamás resistieron el deterioro del nivel de vida popular que impuso el capitalismo neoliberal, ni batallaron contra la desestructuración social que generó ese esquema (Palheta, 2018). Se han montado en la erosión del sistema político, para lucrar con el generalizado descreimiento en los partidos tradicionales. Propician la irritación contra las víctimas de la crisis, para facilitar la perpetuación de los privilegios de las clases dominantes. Estos y otros aspectos se abordan en la segunda parte de este artículo.

 

1 ¿FASCISMO, POPULISMO O ULTRADERECHA?

MODALIDADES PASADAS Y CONTEMPORÁNEAS

 

Es un frecuente error asemejar a la ultraderecha en boga con sus antecesores de la centuria pasada. Más que el fascismo en regla de esa época, hasta ahora despunta un proto-fascismo potencial, que tan sólo podría devenir en la modalidad precedente si se generalizan los rasgos de ese modelo (Palheta, 2018).  Ese giro implicaría la masificación de la violencia, a través de milicias paramilitares análogas a las bandas pardas del pasado. La hostilidad contra las minorías se transformaría en matanzas, las advertencias contra los opositores devendrían en asesinatos y los discursos agresivos se transformarían en acciones salvajes. Ese rumbo es una posibilidad, que supondría la conversión de las formaciones actuales en fuerzas fascistas.

 

Ese pasaje también implicaría la abolición del status legal vigente, mediante un contundente incremento del autoritarismo estatal. Mientras las organizaciones de ultraderecha actúen en el marco institucional, mantendrán a lo sumo un perfil neofascista aún alejado de la virulenta modalidad clásica. Una reorganización totalitaria exigiría, además, drásticos cambios en los liderazgos y en los movimientos que sostienen el actual curso reaccionario.

 

Una dinámica de fascistización requeriría mayor sustento plebeyo, enemigos internos más identificados y un lenguaje de violencia descarnada contra los opositores (Louçã, 2018). Esa concreción presupondría la amputación total de la democracia (Davidson, 2010). El fascismo no es una mera dictadura, ni una simple gestión autoritaria. Introduce un modelo político signado por el uso metódico del garrote y la consiguiente conformación de un régimen totalitario. Esta caracterización del fenómeno centrada en el sistema político es más precisa, que la presentación genérica del fascismo como una época o una ideología del capitalismo. También es más acertada que su evaluación como una configuración contrapuesta al neoliberalismo. Estas dimensiones constituyen, a lo sumo, complementos del sistema político que singulariza al fascismo. Los liberales suelen rehuir esta caracterización específica, presentando al fascismo como un discurso o un programa de vulneración de las normas republicanas. Con esa simplificada caracterización descalifican a sus rivales denunciando fascistas por todas partes.

 

Esa magnificación ha sido muy corriente en Estados Unidos para justificar el alineamiento con el Partido Demócrata contra los Republicanos. Con esa mirada se rechazó a Trump postulando la conveniencia de sostener a Biden (Fraser, 2019). El mismo multiuso del término fascista sirve en otros países para aprobar alianzas con el establishment burgués. La batalla real contra el fascismo nunca transitó por esos carriles. Pero también es cierto que la ultraderecha actual incuba los gérmenes del fascismo. Por esa razón no es sensato eludir el calificativo, argumentando la ausencia de los eslabones faltantes para completar ese status. Nunca está demás la denuncia frontal de las corrientes reaccionarias, que pueden empujar a la sociedad al monstruoso escenario del siglo XX. Los aditivos ‘pos’, ‘neo’ o ‘protocontribuyen a precisar el alcance o proximidad de ese peligro.

 

En la actualidad, la extrema derecha ya fija la agenda de muchos países y gobiernos. Al relativizar (o naturalizar) ese avance se diluye su peligrosidad. La evolución de esos procesos sigue abierta y tiende a desembocar en dinámicas conservadoras tradicionales, pero no está excluida una tormentosa renovación del viejo fascismo. Conviene tomar distancia de las tesis que restringen el fascismo a un exclusivo drama de mitad del siglo pasado. Tampoco es correcto suponer que sólo irrumpiría como respuesta a un peligro revolucionario socialista. Ese virulento proceso es periódicamente generado por el capitalismo, para contrarrestar el descontento que provoca la propia dinámica inequitativa, empobrecedora y convulsiva de ese sistema.

Los sujetos sociales que protagonizan esa reacción pueden mutar con los mismos parámetros de sus víctimas. La pequeño-burguesía que confrontó con el proletariado fabril durante Alemania nazi, no constituye un prototipo inamovible para cualquier época o país. El fascismo es un proceso político que no sigue parámetros inmutables. El registro de esa variabilidad es particularmente importante para evaluar su dinámica en América Latina.

 

PRESENCIA DIFERENCIADA EN LA PERIFERIA

 

El potencial desemboque fascista de la ultraderecha no es un peligro restringido a Estados Unidos o Europa. Constituye también una amenaza para la periferia. Lo ocurrido en el mundo árabe ofrece un indicio de ese desenlace. La gran revuelta democrática que encarnó la Primavera de la década pasada fue sangrientamente aplastada por dictaduras y monarquías, que contaron con el auxilio de formaciones fascistas. Esas milicias desplegaron una acción contrarrevolucionaria atroz. Utilizaron el estandarte religioso para consumar matanzas que aplastaron todas las expresiones de laicismo, tolerancia y convivencia democrática. Esa feroz respuesta a un levantamiento juvenil que se expandió por todo el Medio Oriente, confirmó que la sangría con tintes fascistas es factible en cualquier rincón del planeta. No requiere la preexistencia de un enemigo socialista o de un proletariado industrial organizado.

 

El mismo criterio se aplica a Latinoamérica. Tampoco en esta zona, el fascismo está excluido por el carácter periférico de la región. La vieja negación de esa posibilidad por la distancia económica-social que separa a la zona de los centros se asienta en equivocados presupuestos. Considera que Hitler y Mussolini nunca tuvieron émulos en el Tercer Mundo por el carácter intrínsecamente imperialistas de esa modalidad.

 

Pero se olvida que esa vertiente reaccionaria adoptó formas de fascismo dependiente, cuando las clases dominantes de la periferia afrontaron amenazas de envergadura a su dominación. La diferencia cronológica entre ambos escenarios no modifica esas semejanzas. Los picos del fascismo en la periferia se registraron durante la guerra fría y no en 1930-45.

 

Este desplazamiento de las respuestas regresivas virulentas fue congruente con la mutación geográfica de las sublevaciones populares e incluyó masacres de la misma envergadura que las registradas en Europa. Basta recordar, por ejemplo, que el aplastamiento del comunismo en Indonesia se cobró un millón de muertos. La magnitud de esas matanzas siguió la pauta de los grandes genocidios de las últimas centurias. Esos aniquilamientos debutaron con la conquista del Nuevo Mundo, se consolidaron con la devastación de África y continuaron con los holocaustos victorianos de Asia, que terminaron rebotando sobre el propio territorio europeo.

 

Esa sucesión de exterminios no alcanza igualmente para explicar el fenómeno contemporáneo del fascismo. Ese traumático proceso obedeció a circunstancias y confrontaciones políticas específicas, que los pensadores liberales nunca lograron comprender (Traverso, 2019). Esa tradición teórica malinterpretó especialmente lo ocurrido en América Latina. Situó en el casillero del fascismo a los movimientos nacionalistas o a los líderes populares en conflicto en las metrópolis, como por ejemplo Perón. Utilizó argumentos formales de semejanza discursiva y magnificó episodios diplomáticos menores, para reproducir las sesgadas denuncias estadounidenses contra los gobiernos que lidiaban con su dominación. Esa resistencia soberana nunca tuvo parentescos con el fascismo.

 

La proximidad del fascismo en la periferia estuvo presente en otro terreno. Irrumpió en América Latina con los regímenes contrarrevolucionarios que intentaron destruir los proyectos de la izquierda. Varios teóricos de la dependencia indagaron las peculiaridades de esa brutal reacción (Martins, 2022). El pinochetismo arremetió en Chile apoyado en una base social antiobrera enceguecida por el fanatismo anticomunista. Pero al igual que Franco en España o Salazar en Portugal, la dictadura transandina no forjó un sistema político equiparable al esquema de Hitler o Mussolini. También el uribismo apuntaló en Colombia un régimen oligárquico, asentados al cabo de varias de décadas en el metódico asesinato de militantes sociales. Pero nunca completó la reconversión totalitaria del régimen político que presupone el fascismo.

 

En la experiencia más reciente de Bolsonaro ese fallido fue mayor y no logró traducir la verborragia reaccionaria del alocado militar en un sistema fascista. El excapitán consiguió cierto acompañamiento de sectores plebeyos, pero no la jefatura de todo el arco político burgués. Propició el aumento de la violencia, sin lograr su generalización y retrocedió en los intentos de sustituir el sistema institucional por un poder totalitario. El ejército lo sostuvo, pero nunca accedió a involucrarse en aventuras de mayor alcance. La desastrosa gestión de la pandemia y la derrota que sufrió con la liberación de Lula, cerraron todos los resquicios para su conversión en dictador.

 

El fascismo constituye igualmente un peligro en el actual escenario regional y es importante evitar la subestimación de esa posibilidad. La debilidad de la izquierda o un reflujo de las luchas obreras no diluyen esa eventualidad. La desconsideración de este horizonte adopta, a veces, la sofisticada modalidad de reemplazar el término fascista por vagas alusiones al bonapartismo.

 

Más problemática es la banalización del fenómeno, mediante su identificación con otro tipo de desventuras. El fascismo no es equivalente al extractivismo y menos aún a formas perdurables de la violencia machista. Conforma una modalidad de gestión política del Estado, para recomponer la dominación de la clase capitalista con métodos de extrema virulencia.

 

Es importante situar el problema en este plano, para encarar la batalla contra el fascismo con tácticas y estrategias amoldadas a cada país. En el universo genérico de una desventura generada por el declive del capitalismo, la regresión civilizatoria o el imperio de la irracionalidad, no hay forma de precisar políticas antifascistas oportunas y exitosas.

 

DISTINCIONES BASICAS Y ACERTADAS

 

La caracterización de la ultraderecha actual como fascista compite con su identificación con el populismo, pero el uso de este término resulta particularmente inconsistente en América Latina. En esta región, las referencias al populismo estuvieron identificadas durante la segunda mitad del siglo XX, con los gobiernos que concedían mejoras sociales (Löwy, 2019). El perfil que en Europa encarnó la socialdemocracia, quedó emparentado en el Nuevo Mundo con los regímenes que propiciaron mayor soberanía e incrementos del ingreso popular. Asemejar la ultraderecha actual con alguno de esos antecesores es un contrasentido mayúsculo.

 

Pero la principal confusión que introduce esa identificación es la mezcla de liderazgos progresistas y reaccionarios, en la indistinta caratula del populismo. En Europa, ese combo encasilla en el mismo lugar a Melanchon con Meloni, a Crobyn con Len Pen y a Pablo Iglesias con Orban. En América Latina, la misma ensalada ubica a Maduro junto a Bolsonaro, a Evo Morales con Kast y a Díaz Canel con Milei. Las falencias de esa mezcolanza saltan a la vista. La prensa liberal suele insistir en ese tipo de absurdas identificaciones y caprichosas amalgamas.

 

En lugar de reiterar esa inconducente mixtura, resulta más correcto retomar el barómetro político básico que contrapone a la derecha con la izquierda, para definir la ubicación de cada fuerza. Los dos polos se distinguen con nitidez, sin ninguna necesidad de incorporar el aditamento de populista. Con ese orientador es muy visible que la izquierda radical es la principal antagonista de la ultraderecha. El concepto habitual de populismo anula esa distinción, al suponer que ambos extremos han quedado disueltos en alguna modalidad de ‘ocaso de las ideologías’.

 

Las nociones de izquierda y derecha han sido acertadamente utilizadas desde hace siglos. Distinguen cursos afines a la igualdad social de rumbos favorables a los privilegios de los opresores. Con ese ordenador se puede captar cuáles son los intereses sociales en juego en cada conflicto. Es muy fácil notar que Fidel Castro gestionó a la izquierda de Menem, pero es imposible determinar cuán populista fue la administración de cada uno.

 

La diferenciación política de la izquierda con la derecha surgió con la revolución francesa y perdura hasta la actualidad, porque subsiste el régimen social que cimenta esa distinción. Mientras continue el capitalismo habrá formaciones de izquierda y de derecha enfrentadas por la primacía de mejoras o regresiones sociales (Katz, 2008, p. 59-60).

 

La especificidad de la nueva derecha puede ser percibida con aditamentos tradicionales (ultra, extrema) o con complementos más innovadores (2.0). Pero cualquiera sea la denominación elegida, lo esencial es subrayar su posicionamiento en el campo de la reacción. El populismo es un término que sólo añade confusiones.

 

LA POLISEMIA DE UN CONCEPTO

 

El concepto de populismo ha sido adoptado con gran entusiasmo por muchos analistas que resaltan la impronta ‘antisistémica’ de esta corriente, su contraposición con los políticos convencionales y su desconocimiento de la institucionalidad. Pero ninguna de esas características define a las corrientes que participan de la actual oleada reaccionaria. Sus conflictos con el sistema político son datos secundarios, en comparación a su propósito central de transformar el descontento actual, en un sistemático hostigamiento a los desamparados. Ese objetivo regresivo de confrontar a la clase media (y parte de los asalariados) con los sectores más desprotegidos, no tiene el menor parentesco con el populismo.

 

Los liberales utilizan el término para descalificar cualquier postura crítica del individualismo, el mercado o a la república. Pero la nueva derecha no es ajena, ni enemiga de esos paradigmas. Simplemente ha ganado terreno con un discurso que objeta la tormentosa realidad contemporánea que apadrina el neoliberalismo. Tampoco se ubica fuera del régimen institucional, cuando cuestiona con gran demagogia a los partidos políticos prevalecientes. Los liberales equiparan a los derechistas con las fuerzas provenientes del polo opuesto de la izquierda. Estiman que el populismo amalgama ambas vertientes en una postura semejante. De esa forma presentan a dos conglomerados contrapuestos como si fueran complementarios. Disuelven la evaluación de los contenidos en disputa y enfatizan aspectos menores de estilo o retórica. Por ese sendero analítico, no existe la menor posibilidad de esclarecer algún rasgo relevante de la nueva derecha. Los medios de comunicación hegemónicos han generalizado esta mirada, que descalifica superficialmente al populismo para relegitimar al neoliberalismo. Con esa óptica realzan la centralidad de un término particularmente vago, que mezcla distintos sentidos históricos derivados de raíces disimiles.

 

En su vieja acepción estadounidense o rusa, el populismo aludía a proyectos de protagonismo popular o a exaltaciones del comportamiento sano y amistoso de las poblaciones rurales, que habían sido maltratadas (y corrompidas) durante su conversión en asalariados urbanos. El populismo reivindicaba esa pureza inicial y proponía recrearla como fuerza transformadora de la sociedad.

 

El discurso derechista actual recoge algunas facetas de esa añoranza, pero modifica su significado regenerativo, comunitario o amigable. Lo utiliza para desenvolver una contraposición con las minorías hostilizadas. Suele exaltar a la clase obrera castigada por la globalización y la desindustrialización, atribuyendo esa degradación a la presencia de los inmigrantes (Traverso, 2016a). Ningún eco significativo de los viejos propósitos de hermandad está presente en la nueva acepción ultraderechista.

 

La denigración liberal del populismo ha motivado también una simétrica mirada elogiosa. Esta visión defiende la validez de ese concepto, para representar a los sectores oprimidos de la sociedad. Resalta particularmente la consistencia de esa noción en las naciones de frágil estructura constitucional (Venezuela) o larga tradición para institucional (Argentina). También reivindica el rol de sus líderes y justifica todas las variantes que observa de esa modalidad (Laclau, 2006). Este planteo pro populista es el reverso de la diatriba socio-liberal y no aporta pistas para esclarecer la impronta actual de la nueva derecha.

 

Para comprender el sentido de ese espacio hay que indagar las raíces sociales de su acción política. La oleada reaccionaria actual es un proyecto de sectores de las clases dominantes, para reestablecer la corroída estabilidad del capitalismo. Pretenden lograr esa recomposición generalizando las agresiones contra los sectores más desprotegidos de la sociedad. Esa atención al sustrato de clase de la ultraderecha queda diluida, en el ambiguo universo de las observaciones sobre el populismo que enaltecen sus defensores. Rechazan la evaluación de los intereses en juego, porque desconocen el rol protagónico de las clases sociales, ponderando la centralidad alternativa de una variedad indistinta de sujetos con identidades contingentes, que logran centralidad a través de sus discursos.

 

Con esta óptica resulta imposible registrar cuáles son los intereses sociales subyacentes, en las disputas de cada escenario político. No hay forma de comprender porque irrumpe actualmente la ultraderecha y cuáles son las fuerzas económicas que sostienen su presencia. Esa óptica indaga los discursos en mismos, sin ofrecer explicaciones de la forma en que se articulan con sus determinantes sociales. Por esas imprecisiones, no logran tampoco esclarecer el sentido de la ideología reaccionaria en boga (Anderson, 2015).

 

EXPERIENCIAS CONTRAPUESTAS

 

El análisis de la ultraderecha debe enriquecer la lucha contra esa corriente. La evaluación de ese espacio apunta a conseguir la derrota o neutralización de una fuerza, que atenta contra la democracia y las conquistas populares.

 

En América Latina, la experiencia reciente evidencia resultados muy distintos, cuando prevalecen respuestas decididas o reacciones vacilantes. En el primer caso se ubica la batalla del gobierno venezolano contra el golpismo, que a un costo económico-social descomunal logró doblegar las guarimbas de las bandas reaccionarias. Una actitud del mismo tipo se perfila en Bolivia a partir de la detención de Camacho. En lugar de aceptar pasivamente las provocaciones de los grupos neofascistas, el gobierno tomó la ofensiva y emprendió una osada operación para contener a un impiadoso enemigo. La derrota del fallido golpe en Brasil con detenciones de los involucrados, juicios a los responsables e investigación del financiamiento se inscribe en la misma dirección.

Estas posturas contundentes han permitido frenar la andanada reaccionaria, en contraste con las actitudes conciliatorias, que facilitaron la escalada golpista contra Lugo en Paraguay o contra Dilma en Brasil. Castillo ha repetido esta misma conducta en Perú, abriendo el camino para una sangrienta asonada cívico-militar. Estas vacilaciones constituyen una seria advertencia, para los países dónde la derecha tantea mortíferas incursiones. Es el caso de Argentina, la consumación del fallido intento de asesinato de Cristina habría generado consecuencias inimaginables.

 

Esa agresión provocó una gran reacción democrática de manifestaciones inmediatas. Pero el propio gobierno desalentó esa respuesta y promovió tan sólo rechazos de ocasión con figuras conservadoras. En la gran experiencia de batallas democráticas de ese país, las posturas consecuentes son coronadas con esclarecimientos (Mariano Ferreyra, Kostecki-Santillán) y las actitudes de resignación desembocan en la impunidad (AMIA, Embajada de Israel y Rio Tercero). Ya se han verificado muchos nexos de los fallidos asesinos de Cristina con organizaciones cuasi fascistas. Si predomina un camino de movilización esas complicidades saldrán a la superficie. Pero si prevalece el curso opuesto, la derecha volverá a lucrar con la confusión imperante (como ocurrió con el suicidio de Nisman).

 

Finalmente, la experiencia chilena ilustra cómo las vacilaciones del oficialismo facilitan la vertiginosa recomposición de una derecha envalentonada. Luego de tres años de sucesivas derrotas, esa fuerza logró imponer el rechazo en las urnas al proyecto de reforma constitucional. Usufructuó del desconcierto, la inacción y las capitulaciones del gobierno. Recompuso su presencia frente a un mandatario que desactivó la protesta y desconoció sus promesas electorales.

 

En América Latina ya se han observado, por lo tanto, varias experiencias exitosas y fracasadas de confrontación con la ultraderecha. Ese sector reaccionario recién despunta y la prioridad es aplastarlo antes de que pueda asentar su prédica (Colussi, 2022). La autoridad de la izquierda depende de su capacidad para demostrar firmeza, frente a un enemigo decidido a arrasar con las mejoras sociales. La experiencia reciente de Europa ilustra los efectos autodestructivos de rehuir la batalla mirando para otro lado (Febbro, 2022)

 

El principal terreno de esa lucha es la movilización callejera contra un enemigo que también actúa en ese terreno. La ingenua creencia que ese ámbito pertenece a la izquierda ha quedado definitivamente refutada por la activa presencia de sus adversarios en marchas y manifestaciones. En algunos casos esa intervención precedió a la pandemia (Brasil) y en otros ganó intensidad con la irrupción de los negacionistas (Argentina). El protagonismo de esas formaciones ha crecido en la confrontación con los gobiernos progresistas (Bolivia, México) y en el rechazo de las revueltas populares (Chile, Colombia, Perú).

 

Esta disputa por la preeminencia callejera obliga a evaluar con mucho cuidado el sentido progresivo o regresivo de las movilizaciones que abundan en la región. Las convocatorias con banderas explícitamente socialistas o derechistas son tan poco corrientes, como los actos con perfiles políticos acabados. Caracterizar el contenido de cada evento es vital para distinguir las acciones progresistas de su antítesis reaccionaria.

 

No hay ninguna receta para acertar en esa evaluación, ni siquiera constatando la composición social de los participantes de cada mitin. El barómetro de la izquierda y la derecha aporta el instrumento básico para extraer alguna conclusión. No alcanza con registrar la legitimidad de las demandas en juego. Hay que observar también quién las motoriza. La derecha suele incentivar la irritación popular contra los gobiernos progresistas, mientras repudia cualquier lucha por las mismas aspiraciones, cuando prevalece una administración conservadora.

 

Pero también es cierto que muchos gobiernos de origen popular recurren al fantasma de la conspiración derechista, para justificar políticas contrarias a los trabajadores. Ese tipo de disyuntivas no puede zanjarse con un manual y cada caso exige una evaluación concreta, partiendo de una caracterización del progresismo actual.

 

2 EL RENOVADO FORMATO DE LA VIEJA DERECHA LATINOAMERICANA

 

PERFILES, CREENCIAS Y POSTURAS

 

La nueva derecha surgió inicialmente en Europa resucitando los discursos xenófobos del nacionalismo. Adoptó las banderas del soberanismo regresivo de las regiones prósperas, que no quieren compartir los recursos fiscales con las zonas retrasadas. También empalmó con el renacimiento de las religiones, el repliegue identitario y la añoranza por las conquistas perdidas. Esa nostalgia de un pasado mejor fue transformada en un persistente odio, contra los sectores acusados de causar las desgracias actuales. La ultraderecha no sitúa en ese banquillo a los capitalistas, sino a los segmentos populares más desprotegidos. Concentra toda su artillería sobre esas minorías y supone que la sociedad armoniosa del pasado ha sido corroída por la indeseada presencia de estos grupos (Forti, 2022).

 

Con esa distorsión de la realidad exculpa a los potentados y ataca a los inmigrantes que escapan de las guerras o del despojo agrario. Exige la persecución de las víctimas de esas tragedias, criminalizando su desesperada huida con más deportaciones, campos de concentración y militarizaciones fronterizas. La ultraderecha omite la hipócrita utilización capitalista de esas desventuras para abaratar la fuerza de trabajo. También silencia la inoperancia de sus promocionadas penalidades para contener la explosión de refugiados que generan las guerras del imperialismo. El número de esos desamparados ya supera los 70 millones de individuos (Larsen, 2018).

 

Los derechistas europeos han reemplazado el viejo antisemitismo por la nueva islamofobia. Descargan contra el mundo musulmán la misma furia que sus antecesores dirigían contra los judíos. En esta asociación de lo extranjero con la corrosión de la identidad nacional, el hebraico bolchevique del pasado ha sido sustituido por el terrorista árabe (Traverso, 2016b).

 

En las metrópolis, la derecha reactiva los viejos prejuicios del colonialismo. Anuncia un dramático reemplazo de la población blanca por otras variedades étnicas, para impedir el acceso de las nuevas minorías a los cargos más apreciados del empleo estatal. En todas partes difunde la misma campaña de crispación, para justificar políticas autoritarias contra los sectores sumergidos.  Comandan, además, una reacción neo patriarcal contra los derechos conquistados por las mujeres. Esa contraofensiva es proporcional a la exitosa gravitación del feminismo y a la traumática reestructuración contemporánea del entorno familiar. La nueva derecha añora la vieja y sacudida estabilidad del patriarcado (Therborn, 2018).

 

Las vertientes libertarias de ese conglomerado tuvieron gran protagonismo durante la pandemia, en su batalla contra las vacunas y los pases sanitario. Lanzaron advertencias delirantes contra una satánica elite gobernante, que buscaría aterrorizar a la población mundial mediante enfermedades imaginarias. Ese tipo de creencias insólitas permea a toda la ultraderecha del siglo XXI. Su evaluación de la pandemia como un simple invento se nutre del negacionismo climático y de la reacción conservadora contra el movimiento ambientalista.

 

Pero lo novedoso es la presentación de su cruzada como un acto de rebeldía, junto a una intensa defensa de los principios conservadores (Lucita, 2023). En los hechos retoman los viejos imaginarios tradicionalistas con un tono de indignación y poses contestatarias. Coquetean con lo excéntrico para enmascarar su adhesión al status quo.

 

Los derechistas radicalizan los postulados del neoliberalismo en la inconsistente modalidad del anarcocapitalismo. Ese concepto es un contrasentido, puesto que reivindica un ideal de plena libertad, bajo un sistema que funciona con estrictas normas de regulación estatal.

 

Pero en ese combo de conceptos la ultraderecha nunca pierde el hilo conductor de su estrategia: culpar a los más desposeídos por las desgracias que sufren los asalariados y la clase media. Esa política de enemistad con los humildes y justificación de los poderosos es el plan B del capitalismo, frente a la aguda crisis de las formas convencionales de dominación.

 

Al igual que sus antecesores, los derechistas contemporáneos están atravesados por una irresuelta tensión entre vertientes extremas y tradicionales. Las corrientes ofensivas disputan con las defensivas y los promotores de la acción virulenta rivalizan con sus pares meramente transgresores (Mosquera, 2018). En esas disidencias, el amoldamiento al status quo coexiste con incursiones audaces y aventureras.

 

La toma de edificios públicos por bandas movilizadas es la operación más impactante de las vertientes agresivas. El asalto al Capitolio en Washington (2021) y la ocupación de los Tres Poderes en Brasilia (2023) han sido los actos más resonantes de una escalada, que también incluyó simulaciones del mismo tipo en Paris (2018), Berlín (2020), Roma (2021) y Ottawa (2022) (Ramonet, 2023).  Esa secuencia indica un modus operandi compartido por un sector que combina el mensaje reaccionario con la exhibición de fuerza. Su captura por un brevísimo tiempo de los lugares más emblemáticos del poder político es la antítesis de las revoluciones populares, que derrocaron monarquías, tiranías o dictaduras en los últimos dos siglos. En lugar de coronar una dinámica de emancipación apuntalan proyectos contrapuestos de opresión totalitaria.

 

AMOLDAMIENTOS EN EUROPA

 

La nueva derecha despuntó con fuertes avances electorales en Europa, pero no logró hasta ahora un status dominante (Löwy, 2019). El descontento que genera el ajuste impuesto por la unificación regional ha generalizado una frustración, que los derechistas capturan impugnando a Bruselas. Usufructúan de las reacciones nacionalistas que genera la gestación de una nueva estructura continental, sin la correspondiente identidad europea.

 

Pero esa canalización de malestares ya no es una novedad. Las corrientes pardas acumulan doce años de gobierno en Hungría bajo el comando de Orban, que encarna la mayor conversión de un dirigente liberal a la moda derechista. Con la bandera del cristianismo y el fomento del pánico identitario erosionó los derechos civiles, multiplicó el autoritarismo y convirtió a Budapest en un centro de peregrinaje del conservadurismo mundial (Sánchez Rodríguez, 2020). Los coqueteos de Urban con Pekín y Moscú no remueven sin embargo sus compromisos con la OTAN y las diatribas contra la Unión Europea no alteran su dependencia financiera de ese organismo.

 

Estas dualidades de la ultraderecha húngara se extienden a Polonia, dónde se ha consolidado un gobierno que recorta los derechos civiles, avasalla el poder judicial, bloquea el ingreso de inmigrantes y resiste la preservación del medio ambiente. Pero la retórica inflamada de sus gobernantes no se traduce en medidas acordes, cuando peligra el sostén económico de Bruselas. Los mandatarios de la oleada reaccionaria son muy pragmáticos y amoldan su gestión a las exigencias del establishment.

 

Esta misma adaptación se perfila en Italia con la llegada de una figura que reivindica a Mussolini. En los hechos, la ultraderecha italiana ha quedado totalmente incorporada al manejo de cuotas variables del poder estatal. Desde los años 90, Berlusconi y Salvini precedieron a Meloni en ese tipo de administración (Trucchi, 2022). Italia es la tercera economía de la Unión Europea, integra el G7 y actúa directamente en la OTAN. Por esa razón, seguramente la ultraderecha encontrará una adaptación al guion combinado de Bruselas y Washington.

 

Estas experiencias de gobierno son muy ilustrativas del rumbo transitado por los partidos reaccionarios. Su ejercicio del gobierno en algunos países brinda la pauta de lo que podría suceder en las naciones dónde logran avances (Suecia) o sufren altibajos (Alemania, Austria, España). Francia es el principal candidato a un ensayo de mayor porte. Cuenta con más variantes que el resto del continente y alberga un exótico conjunto de celebridades e influencers en las redes sociales (Febbro, 2022).

 

En todos los países del Viejo Continente la ultraderecha afronta dos contradicciones que no puede resolver. Por un lado, convoca a recuperar la soberanía monetaria sin moverse del euro y por otra parte, propone restaurar la soberanía militar sin abandonar la OTAN. Ambos contrasentidos retratan los enormes límites de esas formaciones.

 

LA CENTRALIDAD DEL TRUMPISMO

 

El trumpismo se ha transformado en el principal referente de la nueva derecha. Sus pares de Europa (Le Pen, Orban, Abascal Conde, Meloni) lo adoptaron como inspiración de los próximos pasos. Esa centralidad es coherente con la continuada supremacía norteamericana en el sistema imperial y con la pretensión estadounidense de recuperar la hegemonía internacional. Los socios de Trump tantearon incluso la formación de una Internacional Parda para ratificar ese liderazgo. Ese ensayo de Banon fracasó, pero no ha sido archivado y podría renacer si persiste la primacía de Washington y la subordinación de Bruselas (Conroy y Dervis, 2018). La ultraderecha reproduce esa asimetría de la relación euroamericana, que choca con el legado chauvinista y el ostentado nacionalismo de esa corriente en el Viejo Mundo.

 

Esa primacía norteamericana también obedece a su mayor manejo de los nuevos instrumentos para manipular el electorado. Han demostrado gran capacidad para forjar el nuevo ecosistema comunicacional de la derecha 2.0. Se especializaron en difundir mentiras para convencer a sus seguidores y neutralizar a sus opositores. A través de las redes sociales ejercen una influencia mental y psicológica sobre sus adherentes muy superior a la prensa, la radio y los medios de comunicación del siglo XX. En ese nuevo universo es más difícil distinguir lo cierto de lo falso, la realidad de la ficción o lo auténtico de lo manipulado. En ese ámbito la nueva derecha encontró un entorno favorable para difundir mensajes delirantes del más variado tipo. También apuntalaron los experimentos de Cambridge Analítica para dividir al electorado en nichos estratificados y desarrollar estrategias de digitación, con mensajes micro focalizados en cada segmento (Serrano, 2020).

 

Pero ninguno de estos instrumentos alcanzó para evitar el fracaso de la presidencia de Trump. Los desenfrenos del magnate socavaron sus pretensiones autoritarias y esas falencias lo empujaron a su fallida toma del Capitolio. El millonario tampoco logró contener el declive internacional de Estados Unidos con agresividad discursiva, mercantilismo arancelario y desplantes geopolíticos. En los hechos, evitó poner a prueba el recortado poder de la primera potencia y disfrazó esas vacilaciones con pomposas bravuconadas.

 

Trump capturó igualmente a una masa plebeya descontenta con las elites globalistas de las costas y forjó una base electoral perdurable en torno al Partido Republicano. Aglutina numerosas variantes de una derecha, que combinan la manipulación institucional con la presión de las milicias racistas. Ha logrado reciclar todos los mitos del individualismo, revitalizando absurdas creencias en la genialidad (o excepcionalidad) de los estadounidenses. Frente a la decepción con un presidente tan senil e inaudible como Biden, Trump apuesta a un segundo mandato. Pero no logró suscitar la esperada marea republicana en las elecciones de medio término. Los Demócratas mantuvieron más escaños en el Congreso que los imaginados y se quebró la pauta histórica de retroceso del oficialismo en este tipo de comicios. No hubo voto castigo, a pesar de la defraudación que generó Biden en el grueso de su electorado (Morgenfeld, 2022).

 

Los candidatos más alocados de la ultraderecha fueron derrotados en sus distritos, en un marco de gran reacción democrática contra la anulación judicial del derecho al aborto. Hubo un alto registro de votantes en muchas circunscripciones para sostener esa conquista (Selfa, 2022).

 

Este fracaso de Trump ha sido aprovechado por sus propios rivales para disputarle la próxima candidatura presidencial. Son personajes del mismo espectro reaccionario, con exponentes como el gobernador De Santis, que sustituyó la educación sexual en los colegios por un día de oración por las ‘víctimas del comunismo’. En este escenario, el retorno de la ultraderecha a la Casa Blanca es por muy incierto.

 

SINGULARIDADES LATINOAMERICANAS

 

La influencia del trumpismo es muy visible en la ultraderecha latinoamericana. El resurgimiento de este último sector fue posterior a Europa o Estados Unidos y cobró fuerza durante la restauración conservadora (2014-2019) que sucedió al ciclo progresista.

 

Como en otras partes del mundo, afianzó su prédica durante la pandemia con inconsistentes discursos negacionistas y objeciones medievales a las vacunas. Comparte con sus pares del Primer Mundo las conductas autoritarias, la intolerancia hacia las minorías estigmatizadas y la recreación de una ideología conservadora.Ha importado, además, las técnicas de manipulación de las redes sociales, con una agenda reaccionaria de intrigas y fake news implementada por pelotones de trolls. Transformaron la conversación y el contrapunto de opiniones en engaños, para fidelizar a un público cautivo. Multiplican de esa forma su captura de audiencias, viralizando discursos de pura intolerancia.

 

Con ese instrumental han logrado salir del encierro de clase que afectaba a sus antecesores elitistas y lograron territorializar parte de su actividad en el campo popular. Disputan actualmente presencia en sectores sociales que estaban fuera de su alcance, con posturas demagógicas basadas en la denigración del sistema político (López, 2022). Con esos pilares despliegan una presencia callejera mayor que sus colegas del mundo desarrollado.

 

La ultraderecha latinoamericana tiene determinantes muy específicos. Expresa, ante todo, la reacción de los grupos dominantes contra las mejoras obtenidas durante el ciclo progresista de la década precedente. No se limita a canalizar un genérico descontento con los efectos del neoliberalismo, sino que busca doblegar la intensa movilización social que prevalece en la región. Por esa razón confronta también en las calles con todos los movimientos, partidos o figuras emparentados con algún ideario progresista. Este perfil reactivo y revanchista es la nota dominante de la oleada reaccionaria en América Latina ( et al., 2017).

 

La tónica vengativa contra las experiencias revolucionarias (Fidel) radicales (Chávez, Evo) o progresistas (Kirchner, Lula, Correa) explica su odio a la izquierda y su apego a las modalidades clásicas del macartismo. Las diatribas contra la amenaza comunista han renacido con gran fuerza en el Nuevo Mundo y el discurso de la guerra fría es repetido con la misma puntillosidad del pasado. La derecha regional desenvuelve, además, una agenda temática propia. La hostilidad a los inmigrantes o las persecuciones de minorías étnicas no ocupan tanto espacio, como las campañas contra la delincuencia. La demagogia punitiva, la exigencia de dureza policial y la convocatoria al uso generalizado de las armas son sus principales caballitos de batalla, en una región afectada por elevados niveles de violencia social (Traverso, 2019).

 

América Latina ha quedado al margen de los grandes conflictos bélicos, pero acumula un récord de violencia cotidiana, De las 50 urbes más peligrosos del planeta 43 se localizan en la región. El neoliberalismo ha generado un entramado mayúsculo de criminalidad. Añade a los viejos patrones de la marginalidad urbana, una novedosa interacción de mafias y redes del narcotráfico controladas desde Estados Unidos. El mensaje de orden represivo busca resucitar de añoranza por un pasado más tolerable.

 

NUEVA CRUZADA CON PRIMACÍA DEL NORTE

 

La ultraderecha regional repite el viejo recitado conservador contra ‘los políticos ladrones’, ocultando sus propias fuentes de financiamiento. Cuenta con el apoyo de los grupos capitalistas beneficiados por el ajuste neoliberal y por eso aprueba en forma explícita el programa económico de esos sectores. No comparte el distanciamiento formal de sus colegas europeos del ideario neoliberal, ni su disfraz con ingredientes de xenofobia. En América Latina propugnan formas extremas de apertura comercial, liberalización financiera y desregulación laboral.

 

Sus principales voceros abjuran del viejo nacionalismo de la derecha, que resaltaba las virtudes del desarrollismo y del intervencionismo estatal (Petras, 2018). Ese abandono corrobora su total sintonía con la restauración conservadora que exigen las clases dominantes. Los grupos reaccionarios cuentan, además, con el enorme sostén de muchas corrientes evangelistas. El vertiginoso crecimiento de esa comunidad ha puesto a la Iglesia Católica a la defensiva y ya tiene contundentes correlatos políticos. Desenvuelven intensas campañas contra la igualdad de género (Gatti, 2018) y han logrado que Brasil sea el país con mayor población pentecostal del planeta. Ungieron un presidente en Guatemala y formaron bancadas de legisladores en Chile, México, Colombia, Paraguay, Perú y Ecuador.

 

La subordinación al trumpismo es un rasgo generalizado en todas las vertientes de la región. El primer ensayo de articulación derechista en América Latina fue directamente diseñado por los asesores del magnate (Abrams, Rubio, Pompeo), que montaron el efímero Grupo de Lima. La estrecha y subordinada relación de Bolsonaro a Trump quedó corroborada en el refugio provisto por la Florida a los golpistas brasileños.

 

También el evento organizado por dos agrupaciones del conservadurismo estadounidense (CPAC, ACU) en México, retrató la primacía del Norte sobre sus pares de la región (Majfud, 2022). Llegaron al ridículo de exponer en la capital azteca, el mismo discurso antiinmigrante que propagan al otro lado de la frontera. El trumpismo no disimula sus exigencias de total sometimiento del Patio Trasero.

 

Los reaccionarios de Latinoamérica han buscado también una articulación con el falangismo español de Vox, para recrear el eje ideológico hispanoamericano. Al discurso habitual contra el ‘peligro comunista’, añaden la reivindicación de la conquista colonial y la consiguiente convalidación de la masacre de los pueblos originarios. En el debut de esa cruzada, el alzamiento franquista fue ensalzado y edulcorado con una alegre presentación musical (‘Vamos a volver al 36’). Este alineamiento compite con los enlaces más tradicionales de la Ibero-esfera (un término que sustituye la alicaída noción de Iberoamérica). Ese nexo es motorizado por el Partido Popular español y los intelectuales ultraconservadores del Nuevo Mundo (como Mario Vargas Llosa). En este tipo de entrelazamientos, los derechistas latinoamericanos vuelven a sus raíces hispano-eclesiásticas, confirmando su ausencia de novedades sustanciales.

 

GOLPISMO RECARGADO

 

La oleada conservadora confirma que la derecha no se apaciguó, ni modernizó en América Latina. Las ilusiones en un comportamiento ‘civilizado’ de este sector se están diluyendo, junto a la creciente influencia de las vertientes extremas de ese espectro (Campione, 2022). La derecha sostuvo tradicionalmente todas las formas de violencia que utilizaron las clases dominantes para garantizar sus privilegios. Esa función era asegurada por el ejército a través de feroces dictaduras.

 

Los fracasos acumulados por esas tiranías y la fuerte oposición democrática a su reinstalación han reducido la viabilidad de esa receta. Para sortear esa limitación, la nueva oleada reaccionaria apuntala formas sustitutas del viejo golpismo.

 

El imperialismo norteamericano es el principal sostén de los regímenes autoritarios, que la ultraderecha refuerza con su ideología, sus aparatos y sus liderazgos. Ha estado particularmente involucrada en los complots del lobby de Miami contra Cuba y Venezuela, pero confronta con cualquier revuelta popular genuina. Recobró gravitación como instrumento de las elites para lidiar con esas protestas.

Esta funcionalidad para contrarrestar resistencias, acallar militantes y aterrorizar descontentos es su principal rasgo. Los derechistas han tomado nota de los levantamientos sociales, que en los últimos años desembocaron en triunfos electorales del progresismo en Bolivia, Chile, Perú, Honduras y Colombia. También registraron las victorias de movilizaciones populares más recientes en Ecuador y Panamá y los giros políticos en Argentina, México y Brasil.

 

La ultraderecha vuelve a escena para tantear respuestas reaccionarias a esos desafíos. La restauración conservadora no pudo sepultar el ciclo precedente y por eso ensayan otros rumbos, para desactivar la persistente lucha popular. Pero frente a tantas variedades de esa contraofensiva se impone también una clarificación teórica del sentido de ese espacio.

 

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Claudio KATZ

Professor da Universidade de Buenos Aires. Economista argentino e doutor em Geografia. Dirige projeto da UBA e é pesquisador do Conselho Nacional de Ciência e Tecnologia e membro do Instituto de Pesquisas Econômicas.

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*Economista. Doutor em Geografia. Professor da Universidade de Buenos Aires. (UBA, Buenos Aires, Argentina). Ayacucho 1245 (C1111AAI) - Buenos Aires, Argentina. Investigador del Consejo Nacional de InvestigacionesCientíficas y Técnicas (CONICET). E-mail: claudiokatz1@gmail.com.

 

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